LA FLOR DE LIROLAY

 


LA FLOR DE LIROLAY



Transcripción de la versión oral recibida de los labios del viejo excombatiente de la guerra del Chaco, don Eliodoro Bientefué, transmutada, posiblemente, de la versión original a través de su viaje por las diferentes generaciones de los González Guerra, épocas en las cuales la transmisión oral del pensamiento era el instrumento para la creación histórica.


Esa leyenda contó que había una pareja, marido y mujer, que tenía tres hijos.   Por alguna razón que se escapa de la razón, su hijo favorito era el más pequeño: Pepito.  Pepillo era un muchachito alegre, siempre sonriente, cariñoso y charlador, por eso, todo el pueblo lo quería muchísimo, pero sus hermanos mayores se sentían terriblemente celosos de él.


Un buen día, su mamá se enfermó gravemente, su papá fue, inmediatamente, a buscar al Doctor Villena, el médico de cabecera de casi toda la población.  Después de un examen minucioso y con su cara consternada, pero con voz firme, el médico les informó al papá y a los chicos que la condición de su mamá era gravísima y no había nada que su medicina podía ofrecer para salvar su vida.


El papá, en estado de pánico, fue, inmediatamente, a buscar a don Tarifa, un practicante que jamás había terminado la facultad de medicina, pero sabía todos los trucos de la medicina, gracias a su intuición y a su perspicacia agudas. 


Su consultorio estaba ahí, en la calle Tarija y su imagen era familiar a todos los vecinos y transeúntes, con una larga y arrebatada cabellera, cargando su pesado maletín de cuero y montado en su motocicleta de noventa centímetros cúbicos de cilindrada, se las batía a diestra y siniestra por todos los rincones del pueblo donde había necesidad, su tarifa desde luego era mucho más asequible que la del Doctor Villena.  


Llegó don Tarifa a la casa de la enferma y, para agarrar valor, empezó la sesión sirviéndose un copetín de singanito camargueño, luego, fue examinar a la doliente, con pocas palabras, mientras hacía su trabajo y. luego de que terminó su examen coincidió con la opinión del galeno precedente, la condición de la mujer era crítica y ya estaba fuera de sus manos, se disculpó y, apenado, se montó en su moto y desapareció en la noche.


El papá, en estado de desesperación ya y, como último recurso, decidió buscar a la "maldita pared", la bruja más cotizada pero, también, la más despechada del pueblo.  Con lágrimas en sus ojos y su cabeza gacha, el papá se hizo presente en la carpa de la bruja, ahí, en el pasaje Junín, frente a la plaza de los pescaditos.  La bruja, aún a sabiendas del menosprecio que el papá sentía por ella, accedió a ver a la enferma, pero con la condición que todas sus órdenes se cumplan al pie de la letra, so pena de precipitar la muerte inmediata de la enferma.


Al cabo de un exhaustivo examen, bajo humo de incienso y mirra y puchos sin filtro, echando las hojas de coca, una y otra veces, sobre un aguayo y repitiendo palabras incomprensibles, la bruja se levantó y dijo que tenía la respuesta a los males de la enferma; seguidamente, ordenó al padre que fuera procura de una flor rara, que crecía, solamente, supuestamente, en las quebradas del sillar, un cañón espectacular de aguja y torres de roca, arcilla y arena; con tonos morado, amarillo-ocre y rojo-violáceo, típico del sur.


Se trataba de una hierba rara cuya flor era conocida como “la flor de Lirolay”.  La bruja indicó, con determinación absoluta, que, sin aquella flor, no había nada en este mundo que pudiera salvar la vida de la mamá.





Inmediatamente, el papá juntó a sus tres hijos y les explicó las señas de esa hierba y la flor y la necesidad capital de procurarla lo más pronto posible.  Los chicos salieron, inmediatamente, rumbo al sillón, pero, cuando llegaron a ese lugar, los dos hermanos mayores ya se habían puesto en acuerdo, antes, incluso, de partir y, en un momento de descuido de Pepito, se escondieron detrás de las enormes rocas que franqueaban el acceso al cañón. 

 

Pepito, cuando se vio perdido, se puso a llorar amargamente; todo aterrorizado, llamaba a sus hermanitos a voz en cuello, pero nada, luego, se puso a correr en todas direcciones, buscando detrás de las rocas, subiendo a las pequeñas colinas aledañas para avistar a sus hermanitos y, así, llorando y ambulando, siguió ascendiendo al sillar y, de repente, se chocó con la hierba ansiada y oscilando con el viento, ahí estaba, la flor de Lirolay, inmediatamente, la cogió, cortó el tallo, jaló la hierba entera, raíz y todo, la puso en su mochila y comenzó a descender a la quebrada y, luego, corriendo, se puso en marcha de regreso a su casa, feliz porque había encontrado la tan ansiada curación para su mamita.


Después de correr por un buen rato, se encontró con sus hermanos en el camino. Ellos se dieron cuenta que Pepito había encontrado la tan mentada flor, inmediatamente, los celos les cegaron, se enardecieron y todo rabiosos empezaron a golpear a Pepito inmisericordemente; le golpeaban con palos, rocas, como poseídos por el mismísimo demonio.  


Después de una tremenda golpiza de varios minutos, Pepito ya no se movía, no se quejaba, sus labios habían adquirido un color ceniza, sus ojos estaban totalmente cerrados con la hinchazón causada por los golpes, sangraba de todas partes, era una masa inerte. Luego los dos hermanos mayores comenzaron a arrastrar a Pepito hasta un hoyo hondo y, después de que le echaron al fondo, le taparon con un montón de piedras y pusieron, incluso, un cactus encima, para que no fuese aparente a los transeúntes.


Luego, los dos hermanos mayores cargaron la mochila de Pepito y regresaron a su casa, su papá ya estaba pendiente y, tan pronto como recibió la flor, se la entregó a la "maldita pared", quien se puso, inmediatamente, a cocinarla en una ollita de barro en un pequeño brasero.


Seguidamente, la bruja coló el líquido que hervía y se lo entregó a la enferma, quien apenas logró tragar todo el contenido de sorbo en sorbo.  En todo el embrollo, el papá ni se había dado percatado de la ausencia de Pepito.


En el día siguiente, la mamá despertó mucho mejor, incluso, se levantó y lo primero que notó fue la ausencia de Pepito, lo mismo el papá y ambos preguntaron a los hermanos mayores que dónde andaba Pepito, los muy canijos mintieron indicando que Pepito se había empecinado en seguir un camino diferente y que seguro andaba perdido en el cañón.


El papá, muy compungido, organizó, inmediatamente, a un grupo de vecinos y todos salieron en busca de Pepito. Todos los días salían al amanecer y recorrían, una y otra veces, todo el cañón del sillar en vano, Pepito se había desvanecido.


Pasaron, así, tres semanas y no había, aún, señales de Pepito; en el fin y con inmensa pena, todos le dieron por muerto, se imaginaron que algún animal salvaje se lo había comido sin dejar  señal alguna de su existencia.


Luego de varios meses, un muchachito del pueblo al que le gustaba explorar y trepar los cerros de la región, estaba, un día, subiendo la quebrada del sillar, cuando se encontró con una mata muy interesante, muy frondosa, llena con flores con color amarillo azulado, cosa extraña en ese bosque casi desértico de cactus suculentos y hierbas malas.  Curioso, el muchacho arrancó una de esas flores, la cual estaba aún cerrada en capullo, muy parecida a la "boca conejo" y se puso a soplarla tratando de abrirla. Para su gran sorpresa, los pétalos se abrieron delicadamente y la flor cantó una cancioncita que decía:


“¡Ay, niñito, niñito, no me soples tantito!,

¡no me soples más, por favor, 

que mis hermanitos me han matado,

por la flor de Lirolay!”.


Ese muchachito se llevó un tremendo susto, pero, con gran curiosidad, volvió a soplar y la flor repitió la misma cancioncita.  Al muchacho se le prendió el foco y pensó en vender dichas flores en el pueblo a muy buen precio, así que las arrancó todas, llenó su mochila y se encaminó de regreso al pueblo.


El destino llevó a ese muchachito justo frente a la casa donde vivían los papás de Pepito.  Ahí estiró su aguayo sobre el piso y acomodó sus florcitas para venderlas y, a continuación, se puso a soplar las flores, mientras anunciaba las propiedades mágicas de las mismas.


Las personas que pasaban escuchaban con gran curiosidad  y, de repente, se hizo un tumulto en derredor del vendedor de flores.  Cuando vieron tal aglomeración de personas  y, con gran curiosidad, también, los papás de Pepito se acercaron a ese grupo de personas e, inmediatamente, reconocieron la voz de su hijito querido, sin comprender qué pasaba, se abrieron campo entre los curiosos y le compraron una flor al vendedor.


El papá sopló, inmediatamente, esa flor y la misma cantó:


“¡Ay papito querido, no me soples, 

ya no me soples más, por favor, ya no más;

mis hermanitos me han matado,

por la flor de Lirolay!”.



El papá se llevó menudo susto; no sabía qué pensar ni qué hacer y, tímidamente, se llevó la florcilla a su casa y se la dio a su mujer, quien la sopló y la flor cantó. nuevamente:


“¡Ay mamita querida, no me soples,

ya no me soples más, por favor, ya no más;

mis hermanitos me han matado,

por la flor de Lirolay!”.


Los papás mandaron, inmediatamente, llamar a sus hijos mayores y les pidieron que soplen ambos la flor y así que la soplaron, la flor cantó, una vez más:


“¡Ay, hermanitos queridos, no me soplen,

ya no me soplen más, por favor, ya no más;

ustedes, mis hermanitos queridos, me mataron,

por la flor de Lirolay!”.


Después de que sus papás oyeron eso, encerraron a sus hijos mayores en su casa y, seguidamente, le prendieron fuego a la misma y se alejaron, sin hacer caso a los gritos por desesperación de los encerrados.


Luego, fueron a buscar al muchachito que les vendió la flor y le pagaron dinero para que los lleve al lugar exacto donde había encontrado la mata con las flores.


Una gran multitud de vecinos del pueblo les acompañó y, cuando llegaron al lugar donde esa mata crecía, varios varones empezaron a excavar y retirar las piedras y, ahí, en lo profundo del hueco, yacía el cuerpito magullado de Pepito.


Con gran pena en sus corazones, los papás cargaron al cuerpito inerte de Pepito y se lo llevaron al cementerio para enterrarlo como es debido; hubo una misa ahí mismo en el cementerio oficiada por el padre Javier con su monaguillo Robertito Claros.


En poco tiempo, los vecinos se percataron de que los papás de Pepito habían, también, desaparecido, nunca más se supo de ellos y cuentan los borrachos y los enamorados que caminan por fuera del cementerio en horas tardías de la noche, que una vocecita les llama y les dice:


“¡Ay amiguito querido, no me dejes,

no me abandones, por favor,

que mis hermanitos me han matado y me han abandonado,

por la flor de Lirolay!”.


Por eso, antes de pasar por el cementerio después de la medianoche, todos se persignan siete veces y besan la señal de la cruz tres veces y piden a Dios que recoja, en una vez, el alma de Pepito, que anda, aún, vagando y cantando en derredor del cementerio del pueblo.


Colorín colorado, este cuento se ha acabado y te lo he contado como a mi me lo contaba mi papá Lolo, mientras me ponía a dormir y me rascaba mi espalda; en un lugar muy lejano, en tiempos también lejanos; cuando aún podíamos salir al patio a observar la cruz del sur con todo su esplendor, podíamos escuchar el murmullo de los sauces azotados por el viento y el rumor del río en la tranquilidad de la noche.




ISABEL MESA GISBERT : "LA FLOR DE LIROLAY": SINCRETISMO ENTRE LOS CUENTOS MARAVILLOSOS Y LOS ELEMENTOS ANDINOS

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